miércoles, 17 de junio de 2009

La última seca

“[…] El alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.”
«Continuidad de los parques» Julio Cortazar


rrojé la colilla después de darle la última seca y, mientras se acercaba el trolebús tras cruzar el semáforo, me concentré en la brasa roja que coronaba el cilindro a punto de consumirse del todo. Su rojo fulgor me atrapó con un aire de poder. Maquiné todo tipo de acontecimientos encerrados en ese tubo de papel y cómo las hebras de tabaco emitían extraños sonidos al convertirse en ceniza, echando un humo blanco, tan denso que el viento no lograba desarmarlo aún después de arrastrarlo un buen trecho. Las fibras vegetales iban calcinándose sin poder defenderse. No tenían escape pues el fondo del cigarrillo con el filtro ya sucio de nicotina cerraba cualquier salida.
De vuelta en mí levanté la mirada, subí al trolebús y me dirigí al fondo. Las puertas se cerraron y el coche arrancó. Un calor comenzó a recorrer mi cuerpo y la imagen del pitillo volvió a mi mente, con el rojo vivo de la brasa que consumía poco a poco lo que quedaba del tabaco. Como si repentinamente cobrara vida, las hebras de hojas secas comenzaron a correr hacia el filtro mientras el fuego avanzaba.
Cuando el fuego ganó los primeros asientos, los pasajeros que estaban al fondo comenzaron a golpear las puertas y los vidrios. Pero yo ya sabía que no había escapatoria. Las llamas ganaban ya la mitad del trolebús y los pasajeros quedamos atrapados al fondo, mientras el fuego avanzaba, implacable, tras calcinar a los que estaban primeros.
Leandro Martín Drudi © 2008. Todos los derechos reservados.
Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio, sin expreso consentimiento del autor.
Este cuento se encuentra publicado en el libro «El Taller del Escriba 4» del taller literario coordinado por Leonor Mauvecín en la Biblioteca Córdoba.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Captura Nocturna


Tenés un cigarrillo? —me preguntó alguien con voz cascada.
Me di la vuelta para responderle que no fumaba pero me quedé petrificado al no encontrar a nadie. Giré en redondo buscando, pero estaba completamente solo en esa calle apenas iluminada por una que otra farola en esa fría noche de invierno. Me encogí de hombros con una mueca y seguí adelante. En un momento oí de nuevo la pregunta y al igual que antes me volví hacia mi interlocutor, no hallando a nadie. Pero al intentar seguir camino, un ser abominable se interpuso y me envolvió en lo que pensé era una capa.

Cuando volví en mí, lo hice en el suelo de una habitación que, a juzgar por sus características, era un sótano. Algunas tuberías la cruzaban de norte a sur, desviándose en otros sentidos ya cerca de las paredes. Una sola lámpara tapada de polvo colgaba precariamente del cable. Me dolía la cabeza, las manos y los pies (sobre todo los dedos) y en dos puntos sobre los omóplatos tenía comezón. Cuando intenté moverme, una punzada agria en los genitales me obligó a reclinarme y gemir por el dolor. Llevé mis manos a la zona pero nada mitigó la molestia. Intenté sentarme sobre el piso para ver mejor pero el torso me pesaba como si una tonelada de ladrillos estuviera adherida a mi columna. Rodé, entonces, hasta una silla situada más allá y con ella me ayudé a erguirme. Al cabo de unos instantes me encontraba sentado en ella. Estaba muy agotado y mi vista se nublaba con frecuencia.
Debilitado, me dormí…

El quejido oxidado de las bisagras me despertó. La puerta se había cerrado. Inmediatamente debajo de la luz había un plato de acero inoxidable con comida. Yo estaba nuevamente en el suelo, continuaba desnudo pero mi vista había mejorado y podía distinguir un poco de lo que había en el plato. Recordando lo que me había sucedido anteriormente, me arrastré hasta los alimentos y me detuve horrorizado: el menú consistía en un trozo sanguinolento de carne cruda con lo que supuestamente era una guarnición de escamas de pescado. Acerqué mi nariz al plato y encontré el aroma extrañamente apetitoso. Devoré con ferocidad y realmente quedé satisfecho. Al instante sentí la extraña necesidad de volar. No era la fantasía que uno tiene de niño. No. ¡Era instintivo! Como ha de sucederle a las aves ante el peligro. Y lo más extraño era que sabía que podía hacerlo… Me puse de pie con mayor facilidad que antes y me paré sobre la silla, tomé impulso y…
Y sólo recuerdo la caída y que todo se desvaneció nuevamente…

Una vez más desperté en el suelo, con el plato de comida cada vez más voluminoso. Estaba junto a mi cabeza, que me dolía como si un martillo hidráulico estuviera dentro de ella. Estiré  mi mano y devoré con desesperación la comida cruda. Cuando terminé, me recosté boca arriba, con la molestia de unos bultos en mi espalda. Mi vista había mejorado increíblemente, incluso podía ver una minúscula araña tejiendo laboriosamente en un oscuro rincón. Pero lo más extraño era la coloración de mi piel. Me puse de pie velozmente y me paré debajo de la lámpara: el hermoso color rosado había sido reemplazado por un azul-morado y por aquí y allá afloraba algo que parecía ser grupos de pequeñas escamas.
Sorprendido más que asustado, me dejé caer sobre mis rodillas y tapé mi rostro con las manos. Repentinamente la luz se apagó y sumergió la habitación en una oscuridad que, sin embargo, no me impedía ver. El sonido de la lluvia afuera me obligó a dormir.

Lo que calculo varias horas más tarde, desperté y me descubrí cabeza abajo, envuelto en algo que me daba abrigo, pero no sabía qué era. Oí pasos que se aproximaban y se detuvieron junto a la puerta que se abrió y detrás de ella una mano apareció y arrojó al aire un enorme trozo de carne aún chorreando sangre fresca. Instintivamente me liberé de lo que me envolvía y volé al alimento, asiéndolo en el aire. La devoré celosamente en un rincón, entre unas cajas apiladas al fondo… ¡Deseaba más carne! Era una necesidad demencial; tenía que saciar esa sed de carne y sangre frescas.
Entonces me planté junto a la puerta y aguardé…
Unas semanas más tarde los pasos volvieron a oírse. Yo me encontraba aguardándolos pacientemente en el mismo lugar, sin moverme, al lado de la única salida del asfixiante sótano. Los pasos se detuvieron y pude presentir la duda en el ser que se encontraba detrás. Finalmente el picaporte destrabó la cerradura. Aguardé silenciosamente a que su brazo entrara para arrojar el alimento y me abalancé sobre mi carcelero y lo aferré con fuerza. Lo devoré junto con el trozo de carne que me había traído. Satisfaciendo mis ansias de sangre, en cuclillas sobre mi presa, tiré mi cabeza hacia atrás y emití un estremecedor graznido que no se asemejaba al grito de ningún otro ser.
Al cabo de un instante, noté gozoso que la puerta de mi cárcel estaba abierta…

Después de mucho tiempo volví a ver la luz de la luna. Afuera mucho me resultó desconocido. Ciertamente me encontraba a mucha distancia de mi ciudad… pese a esto sabía perfectamente dónde ir.
Noté muchos cambios en mí: los dedos de pies y manos tenían garras retractiles muy filosas y fuertes; mi cuerpo estaba totalmente cubierto de una fina capa de pequeñas escamas y mis órganos genitales habían desaparecido por completo. La comezón en mi espalda la provocaba el lento desarrollo de unas enormes y vampirezcas alas que se desplegaban con tanta facilidad como usaba mis manos. Me recliné y con un mínimo impulso logré cobrar altura batiendo mis alas.
Sobrevolé la ciudad hasta que descubrí a un solitario transeúnte recorrer las desoladas calles, en esa noche fresca de otoño. Descendí y cual araña me apoyé con suavidad sobre la pared a pocos metros por encima de su cabeza…
—¿Tenés un cigarrillo? —hablé.
El caminante se sobresaltó por la sorpresa de ser sacado de sus pensamientos pero se detuvo y sacó del bolsillo de su saco un paquete y se volteó para ofrecerme uno. Giró buscándome… Se encogió de hombros y siguió adelante… Repetí la pregunta y cuando se detuvo me abalancé sobre él, le envolví en mis alas y mordí su cuello. Una vez que dejó de forcejear, víctima de mi saliva, le tomé con las garras y volamos a mi refugio.
Le dejé desnudo sobre el suelo —de nada le servirían las ropas cuando todo terminara —y me retiré rápidamente. Sobrevolé nuevamente la ciudad en busca de alimento. Mi vida pronto llegaría a su fin, pero no me encontraría desprevenido debido a que ya tenía bajo mi custodia a quien me reemplazaría muy pronto, cuando, a su vez, mi cuerpo le sirviera de alimento.
Leandro Martín Drudi © 2008. Todos los derechos reservados.
Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio, sin expreso consentimiento del autor.

domingo, 19 de octubre de 2008

A veces vuelven


veces vuelven. Así somos todos y cada uno de los habitantes de este planeta. Todos volvemos alguna vez y no siempre de la misma forma: unos nacen nuevamente, otros simplemente regresan. Y como al que se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen tanto como al que nace barrigón es al ñudo que lo fajen, él volvió. A su llamada la esperé casi dieciocho años. Y no es que sea mucho tiempo, pero me dijo que me llamaría ni bien llegara; es obvio que me preocupe. Se fue al sur. Y no supe más nada hasta hoy.
Pero, como ya dije: a veces vuelven.
Esta mañana sentí algo diferente al escuchar el canto del Bataco. Puntualmente, mi fiel gallo, hizo crispar los nervios de todos los animales al canturrear sus mañanitas. Abrí los ojos y miré el techo. Necesitaba un arreglo urgente o pronto terminaría sepultada en la pelusilla de los hongos. Y no es que me queje, pero creo que ya han pasado demasiados años de lluvias y la humedad se hace notar en mi asma. Y no es que no tenga dinero para comprar medicamentos, pero se suma mucho a fin de mes.
Estiré mi mano huesuda sobre la mesa de luz y aparté un poco del moho que “llovió” durante la noche. Quité la hoja de papel que había puesto encima de la boca del vaso y lo arrojé junto al resto en un rincón. El vaso tenía mis viejos dientes. Y no es que me queje, pero quisiera poder completar mi dentadura postiza. Hace más de quince años que perdí mi última muela y aún muerdo con las encías. Y no es que no pueda, pero a veces sangran.
Me coloqué el postizo en la boca y me levanté. La mañana estaba espléndida. Eran las seis y media pasadas y el sol comenzaba a calentar mi habitación. Mi camisón flameaba detrás de mí mientras iba hacia el cuarto de baño. Abrí la puerta y nuevamente el olor del moho inundó mi enfermo pecho. Y no es que me queje, pero puedo morir de asfixia. Limpié la tabla del inodoro quitando el hongo que caía del techo y me senté.
Y cuando estaba por preparar unos mates para tomar bajo la cruel sombra del ombú (y no es que sea cruel porque me haga daño, sino porque es enviciante), oigo el timbrazo del viejo teléfono. Caminé lo más rápido que pude, por el dolor en mis huesos y tomé la horquilla.
—¡Hola, mamá! ¿Cómo le va? —dijo una voz de hombre.
—¿Quién habla? —pregunté con voz estridente y desconfiada.
Héctor, mamá. Soy su hijo… ¿me recuerda?
Y no es que me haya olvidado ya, pero su voz sonaba diferente por teléfono.
—Sí, m’hijo. Lo recuerdo. ¿Cómo le va?
—Bien mamá. ¿Está en casa ahora?
Y no es que sea estúpido, pero la respuesta era obvia. Yo estaba al teléfono.
—Sí, querido —respondí. En realidad quería mandarlo a… Pero a un hijo no se le puede hacer eso.
—Voy a ir a visitarla, ¿sabe? Llego en una hora. Estoy en el aeropuerto y espero un taxi.
Colgué entre asustada y contenta. Después de dieciocho años, mi Héctor volvía a casa. Y no es que me queje, pero fueron tiempos de angustia y soledad. El viejo murió hace más de treinta y desde entonces mi pequeño fue todo para mí. Y estudió y se recibió y se fue a probar suerte lejos de esta finca que con tanto sudor su padre y yo construimos. Derrochó los giros postales con una putarraca, pero no es que me queje, pero yo no tengo dientes, y la casa se cae a pedazos.
Tal como dijo, llegó cerca de cinco horas después… Y no es que sea ansiosa, pero modificó todos mis planes. Y no llegó solo. Estaba esa tarada con la que se casó y que le gastaba hasta el último centavo en ella misma. Una rubia que no dejó un segundo sin criticar mi casa y mis animales. Y los cuatro querubines que nacieron cuando estaban en el sur; si me hubieran mandado fotos con sus nombres los habría reconocido.
Nos sentamos bajo el ombú a tomar mates, mientras los demonios recorrían la hacienda desgajando el sauce y correteaban al Bataco dándole chicotazos con las varillas deshojadas. Yo los miraba y no podía decir nada. Y no es que me queje, pero no tengo edad para sobresaltos.
Y ahora me impiden entrar a mi habitación, mi baño y mi cocina. Me han confiscado el viejo teléfono y me lo reemplazaron con uno sin cordón y lleno de botones que no entiendo para qué son. Me llevaron a un “hotel” donde comparto mi habitación con otros viejos para que descanse allí mientras ellos se adueñan… ¡digo! se encargan de todos los arreglos. Y no es que me queje, pero ya tengo ochenta y siete años, tengo mis costumbres y ellos me tienen podrida. A pesar de que hace dos días que están conmigo… tras dieciocho años de no saber de ellos. Si hubiera sabido esa mañana no atendía el teléfono. Pero a los hijos no se les puede hacer eso porque quizá no vuelven.
O quizá vuelven para romperte la paciencia…
Leandro Martín Drudi © 2008. Todos los derechos reservados.
Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio, sin expreso consentimiento del autor.
Este cuento se encuentra publicado en el libro «El Taller del Escriba 4» del taller literario coordinado por Leonor Mauvecín en la Biblioteca Córdoba.

viernes, 17 de octubre de 2008

¡Bienvenidos! Benvenutti! Benvenue! Welcome! Begrüßen! Bem-vindo! Välkommen! 欢迎! 환영! ようこそ!مرحبا! स्वागत! Καλώς ορίσατε! Добро пожаловать!


gradezco a todos los que ingresan a mi blog personal y los invito a que disfruten del contenido que he de ir agregando poco a poco. La idea de este blog es hacer públicos mis trabajos (cuentos, mayoritariamente) y que puedan criticarlos como deseen. De hecho, espero que lo hagan.
Desde ya, ¡muchísimas gracias!
Leandro Martín Drudi.