miércoles, 29 de octubre de 2008

Captura Nocturna


Tenés un cigarrillo? —me preguntó alguien con voz cascada.
Me di la vuelta para responderle que no fumaba pero me quedé petrificado al no encontrar a nadie. Giré en redondo buscando, pero estaba completamente solo en esa calle apenas iluminada por una que otra farola en esa fría noche de invierno. Me encogí de hombros con una mueca y seguí adelante. En un momento oí de nuevo la pregunta y al igual que antes me volví hacia mi interlocutor, no hallando a nadie. Pero al intentar seguir camino, un ser abominable se interpuso y me envolvió en lo que pensé era una capa.

Cuando volví en mí, lo hice en el suelo de una habitación que, a juzgar por sus características, era un sótano. Algunas tuberías la cruzaban de norte a sur, desviándose en otros sentidos ya cerca de las paredes. Una sola lámpara tapada de polvo colgaba precariamente del cable. Me dolía la cabeza, las manos y los pies (sobre todo los dedos) y en dos puntos sobre los omóplatos tenía comezón. Cuando intenté moverme, una punzada agria en los genitales me obligó a reclinarme y gemir por el dolor. Llevé mis manos a la zona pero nada mitigó la molestia. Intenté sentarme sobre el piso para ver mejor pero el torso me pesaba como si una tonelada de ladrillos estuviera adherida a mi columna. Rodé, entonces, hasta una silla situada más allá y con ella me ayudé a erguirme. Al cabo de unos instantes me encontraba sentado en ella. Estaba muy agotado y mi vista se nublaba con frecuencia.
Debilitado, me dormí…

El quejido oxidado de las bisagras me despertó. La puerta se había cerrado. Inmediatamente debajo de la luz había un plato de acero inoxidable con comida. Yo estaba nuevamente en el suelo, continuaba desnudo pero mi vista había mejorado y podía distinguir un poco de lo que había en el plato. Recordando lo que me había sucedido anteriormente, me arrastré hasta los alimentos y me detuve horrorizado: el menú consistía en un trozo sanguinolento de carne cruda con lo que supuestamente era una guarnición de escamas de pescado. Acerqué mi nariz al plato y encontré el aroma extrañamente apetitoso. Devoré con ferocidad y realmente quedé satisfecho. Al instante sentí la extraña necesidad de volar. No era la fantasía que uno tiene de niño. No. ¡Era instintivo! Como ha de sucederle a las aves ante el peligro. Y lo más extraño era que sabía que podía hacerlo… Me puse de pie con mayor facilidad que antes y me paré sobre la silla, tomé impulso y…
Y sólo recuerdo la caída y que todo se desvaneció nuevamente…

Una vez más desperté en el suelo, con el plato de comida cada vez más voluminoso. Estaba junto a mi cabeza, que me dolía como si un martillo hidráulico estuviera dentro de ella. Estiré  mi mano y devoré con desesperación la comida cruda. Cuando terminé, me recosté boca arriba, con la molestia de unos bultos en mi espalda. Mi vista había mejorado increíblemente, incluso podía ver una minúscula araña tejiendo laboriosamente en un oscuro rincón. Pero lo más extraño era la coloración de mi piel. Me puse de pie velozmente y me paré debajo de la lámpara: el hermoso color rosado había sido reemplazado por un azul-morado y por aquí y allá afloraba algo que parecía ser grupos de pequeñas escamas.
Sorprendido más que asustado, me dejé caer sobre mis rodillas y tapé mi rostro con las manos. Repentinamente la luz se apagó y sumergió la habitación en una oscuridad que, sin embargo, no me impedía ver. El sonido de la lluvia afuera me obligó a dormir.

Lo que calculo varias horas más tarde, desperté y me descubrí cabeza abajo, envuelto en algo que me daba abrigo, pero no sabía qué era. Oí pasos que se aproximaban y se detuvieron junto a la puerta que se abrió y detrás de ella una mano apareció y arrojó al aire un enorme trozo de carne aún chorreando sangre fresca. Instintivamente me liberé de lo que me envolvía y volé al alimento, asiéndolo en el aire. La devoré celosamente en un rincón, entre unas cajas apiladas al fondo… ¡Deseaba más carne! Era una necesidad demencial; tenía que saciar esa sed de carne y sangre frescas.
Entonces me planté junto a la puerta y aguardé…
Unas semanas más tarde los pasos volvieron a oírse. Yo me encontraba aguardándolos pacientemente en el mismo lugar, sin moverme, al lado de la única salida del asfixiante sótano. Los pasos se detuvieron y pude presentir la duda en el ser que se encontraba detrás. Finalmente el picaporte destrabó la cerradura. Aguardé silenciosamente a que su brazo entrara para arrojar el alimento y me abalancé sobre mi carcelero y lo aferré con fuerza. Lo devoré junto con el trozo de carne que me había traído. Satisfaciendo mis ansias de sangre, en cuclillas sobre mi presa, tiré mi cabeza hacia atrás y emití un estremecedor graznido que no se asemejaba al grito de ningún otro ser.
Al cabo de un instante, noté gozoso que la puerta de mi cárcel estaba abierta…

Después de mucho tiempo volví a ver la luz de la luna. Afuera mucho me resultó desconocido. Ciertamente me encontraba a mucha distancia de mi ciudad… pese a esto sabía perfectamente dónde ir.
Noté muchos cambios en mí: los dedos de pies y manos tenían garras retractiles muy filosas y fuertes; mi cuerpo estaba totalmente cubierto de una fina capa de pequeñas escamas y mis órganos genitales habían desaparecido por completo. La comezón en mi espalda la provocaba el lento desarrollo de unas enormes y vampirezcas alas que se desplegaban con tanta facilidad como usaba mis manos. Me recliné y con un mínimo impulso logré cobrar altura batiendo mis alas.
Sobrevolé la ciudad hasta que descubrí a un solitario transeúnte recorrer las desoladas calles, en esa noche fresca de otoño. Descendí y cual araña me apoyé con suavidad sobre la pared a pocos metros por encima de su cabeza…
—¿Tenés un cigarrillo? —hablé.
El caminante se sobresaltó por la sorpresa de ser sacado de sus pensamientos pero se detuvo y sacó del bolsillo de su saco un paquete y se volteó para ofrecerme uno. Giró buscándome… Se encogió de hombros y siguió adelante… Repetí la pregunta y cuando se detuvo me abalancé sobre él, le envolví en mis alas y mordí su cuello. Una vez que dejó de forcejear, víctima de mi saliva, le tomé con las garras y volamos a mi refugio.
Le dejé desnudo sobre el suelo —de nada le servirían las ropas cuando todo terminara —y me retiré rápidamente. Sobrevolé nuevamente la ciudad en busca de alimento. Mi vida pronto llegaría a su fin, pero no me encontraría desprevenido debido a que ya tenía bajo mi custodia a quien me reemplazaría muy pronto, cuando, a su vez, mi cuerpo le sirviera de alimento.
Leandro Martín Drudi © 2008. Todos los derechos reservados.
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