domingo, 19 de octubre de 2008

A veces vuelven


veces vuelven. Así somos todos y cada uno de los habitantes de este planeta. Todos volvemos alguna vez y no siempre de la misma forma: unos nacen nuevamente, otros simplemente regresan. Y como al que se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen tanto como al que nace barrigón es al ñudo que lo fajen, él volvió. A su llamada la esperé casi dieciocho años. Y no es que sea mucho tiempo, pero me dijo que me llamaría ni bien llegara; es obvio que me preocupe. Se fue al sur. Y no supe más nada hasta hoy.
Pero, como ya dije: a veces vuelven.
Esta mañana sentí algo diferente al escuchar el canto del Bataco. Puntualmente, mi fiel gallo, hizo crispar los nervios de todos los animales al canturrear sus mañanitas. Abrí los ojos y miré el techo. Necesitaba un arreglo urgente o pronto terminaría sepultada en la pelusilla de los hongos. Y no es que me queje, pero creo que ya han pasado demasiados años de lluvias y la humedad se hace notar en mi asma. Y no es que no tenga dinero para comprar medicamentos, pero se suma mucho a fin de mes.
Estiré mi mano huesuda sobre la mesa de luz y aparté un poco del moho que “llovió” durante la noche. Quité la hoja de papel que había puesto encima de la boca del vaso y lo arrojé junto al resto en un rincón. El vaso tenía mis viejos dientes. Y no es que me queje, pero quisiera poder completar mi dentadura postiza. Hace más de quince años que perdí mi última muela y aún muerdo con las encías. Y no es que no pueda, pero a veces sangran.
Me coloqué el postizo en la boca y me levanté. La mañana estaba espléndida. Eran las seis y media pasadas y el sol comenzaba a calentar mi habitación. Mi camisón flameaba detrás de mí mientras iba hacia el cuarto de baño. Abrí la puerta y nuevamente el olor del moho inundó mi enfermo pecho. Y no es que me queje, pero puedo morir de asfixia. Limpié la tabla del inodoro quitando el hongo que caía del techo y me senté.
Y cuando estaba por preparar unos mates para tomar bajo la cruel sombra del ombú (y no es que sea cruel porque me haga daño, sino porque es enviciante), oigo el timbrazo del viejo teléfono. Caminé lo más rápido que pude, por el dolor en mis huesos y tomé la horquilla.
—¡Hola, mamá! ¿Cómo le va? —dijo una voz de hombre.
—¿Quién habla? —pregunté con voz estridente y desconfiada.
Héctor, mamá. Soy su hijo… ¿me recuerda?
Y no es que me haya olvidado ya, pero su voz sonaba diferente por teléfono.
—Sí, m’hijo. Lo recuerdo. ¿Cómo le va?
—Bien mamá. ¿Está en casa ahora?
Y no es que sea estúpido, pero la respuesta era obvia. Yo estaba al teléfono.
—Sí, querido —respondí. En realidad quería mandarlo a… Pero a un hijo no se le puede hacer eso.
—Voy a ir a visitarla, ¿sabe? Llego en una hora. Estoy en el aeropuerto y espero un taxi.
Colgué entre asustada y contenta. Después de dieciocho años, mi Héctor volvía a casa. Y no es que me queje, pero fueron tiempos de angustia y soledad. El viejo murió hace más de treinta y desde entonces mi pequeño fue todo para mí. Y estudió y se recibió y se fue a probar suerte lejos de esta finca que con tanto sudor su padre y yo construimos. Derrochó los giros postales con una putarraca, pero no es que me queje, pero yo no tengo dientes, y la casa se cae a pedazos.
Tal como dijo, llegó cerca de cinco horas después… Y no es que sea ansiosa, pero modificó todos mis planes. Y no llegó solo. Estaba esa tarada con la que se casó y que le gastaba hasta el último centavo en ella misma. Una rubia que no dejó un segundo sin criticar mi casa y mis animales. Y los cuatro querubines que nacieron cuando estaban en el sur; si me hubieran mandado fotos con sus nombres los habría reconocido.
Nos sentamos bajo el ombú a tomar mates, mientras los demonios recorrían la hacienda desgajando el sauce y correteaban al Bataco dándole chicotazos con las varillas deshojadas. Yo los miraba y no podía decir nada. Y no es que me queje, pero no tengo edad para sobresaltos.
Y ahora me impiden entrar a mi habitación, mi baño y mi cocina. Me han confiscado el viejo teléfono y me lo reemplazaron con uno sin cordón y lleno de botones que no entiendo para qué son. Me llevaron a un “hotel” donde comparto mi habitación con otros viejos para que descanse allí mientras ellos se adueñan… ¡digo! se encargan de todos los arreglos. Y no es que me queje, pero ya tengo ochenta y siete años, tengo mis costumbres y ellos me tienen podrida. A pesar de que hace dos días que están conmigo… tras dieciocho años de no saber de ellos. Si hubiera sabido esa mañana no atendía el teléfono. Pero a los hijos no se les puede hacer eso porque quizá no vuelven.
O quizá vuelven para romperte la paciencia…
Leandro Martín Drudi © 2008. Todos los derechos reservados.
Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio, sin expreso consentimiento del autor.
Este cuento se encuentra publicado en el libro «El Taller del Escriba 4» del taller literario coordinado por Leonor Mauvecín en la Biblioteca Córdoba.

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